En dos mil catorce el blogger iraní Hossein Derakhshan, que se hizo insigne como uno de los impulsores del periodismo ciudadano, fue liberado tras pasar 6 años en la prisión. Cuando tuvo acceso nuevamente a Internet se quedó ahuyentado de los cambios que había experimentado la Red a lo largo de su encierro. En diferentes intervenciones públicas denunció que la tecnología digital había perdido su capacidad para la transformación política y social y se había transformado en una factoría de entretenimiento. La razón, conforme Derakhshan, es que en la temporada de las redes sociales, el hipertexto —que, a su juicio, era el factor definitorio del Internet original— se había visto apartado por la lógica de la novedad y la viralidad. La comunicación digital se habría transformado de esta forma en un flujo incesante de imágenes controlado por algoritmos opacos.
El desencanto de Derakhshan es interesante por el hecho de que contrasta con el entusiasmo que desató la eclosión de las redes sociales, todavía mayor que el que se generó con la enorme marea de weblogs de unos años ya antes. La página web veinte fue anunciada como un retorno del espíritu comunitarista de los tiempos heroicos de la contracultura informática. Es una pauta frecuente. La historia de la recepción de la tecnología digital es una sucesión de exaltaciones y defraudes explosivas y fugaces. Los cambios técnicos —algunos con franqueza triviales— son vividos como el albor de un planeta nuevo o bien un anuncio del apocalipsis. Exactamente si algo caracteriza el instante actual, por lo menos desde la perspectiva de la producción intelectual, es la generalización de la literatura crítica con las redes sociales. Se trata de un cambio profundo con respecto a la situación de hace apenas un quinquenio, cuando muchos tecnólogos consideraban prácticamente una falta de respeto personal que alguien escribiera sobre Internet sin la deferencia debida a los medios sociales.
Uno de los vanguardistas y también impulsores de este giro crítico es Jaron Lanier, ingeniero informático especializado en imbound marketing y miembro sobresaliente de la cultura digital estadounidense, que se dio a conocer como ensayista con 2 libros —Contra el rebaño digital y ¿Quién controla el futuro?— que denunciaban respectivamente las activas de ajusticiamiento que se estaban generalizando en la página web social y la concentración de poder a cargo de unas pocas megacorporaciones tecnológicas. Todos y cada uno de los textos de Lanier parten de una idea lúcida que desarrolla de una forma superficial mas interesante. Desgraciadamente, tiende a enterrar sus tesis sobre aquellos temas que conoce de primera mano bajo múltiples estratos de creencias que sobrepasan descubiertamente su campo de competencia y, peor todavía, recordatorios de sus inacabables talentos y también intereses. Si el narcisismo fuera una enfermedad infecciosa, las autoridades sanitarias recluirían a Lanier en una cámara de aislamiento. De ahí que su último ensayo, en el que repasa ciertos aspectos más perjudiciales de las redes sociales, se favorece de un tono considerablemente más directo y modesto que los precedentes. Lanier no se priva de darnos su opinión sobre un extenso abanico de temas y semeja opinar de verdad que las redes sociales han provocado una desviación maléfica en el curso de la historia (literalmente atribuye las políticas gubernativos de su país a una supuesta adicción a Twitter de Donald Trump). Mas su análisis de la retroalimentación negativa de la arquitectura de las redes sociales, los interes de tipo comercial de sus dueños y sus anunciantes y las conductas sociales de sus usuarios es valiente, claro y sugerente.
La centralidad de las redes sociales en las comprensiones contemporáneas de la cultura digital está nutriendo un heterogéneo conjunto de estudios académicos que recibe mucha atención mediática, mas cuya congruencia es controvertible. Esta especie de redología engloba desde desarrollos estrictos en el campo de la biología y la matemática hasta planteamientos sociológicos o bien filosóficos considerablemente más impresionistas. La metáfora de la Red imprime una pátina de unidad a un campo de análisis que, realmente, recuerda a aquella escena de Amanece que no es poco en la que el profesor pone un examen a los pequeños del pueblo diciendo: “Tomad nota de las preguntas: Las ingles. Su relevancia geográfica. ¿Son verdad las ingles? Historia de las ingles. Las ingles en la antigüedad. Las ingles de los americanos. ¿De qué manera hay que tocar las ingles? El estruendos de las ingles…”. Basta reemplazar “ingles” por “redes” para conseguir una panorámica bastante precisa de las versiones más pomposas de los estudios netológicos.
Exactamente el crédito que el historiador conservador Niall Ferguson da a la teoría de las redes es el primordial lastre de un ensayo, en cuanto al resto, robusto y ameno. La plaza y la torre hace un recorrido mareante por el modo perfecto en que durante la historia organizaciones emergentes poco estructuradas (las “redes”) han conseguido imponerse a instituciones con una urdimbre burocrática más recia (las “jerarquías”). Ferguson relativiza la novedad de las redes digitales resaltando la continuidad de los usos de la tecnología actual con el pasado analógico. El ascenso de la página web social sería, desde su opinión, un subproducto de la crisis de la institucionalidad jerárquica que se había extendido en Occidente tras la Segunda Guerra Mundial. Desde los años setenta del pasado siglo, en cambio, se habría ido propagando una nueva arquitectura social reticular de contornos más vagos, un proceso en el que resultó esencial la apuesta por la mercantilización.
Es una tesis robusta y seguramente adecuada. El inconveniente es que Ferguson trata de transformar la contraposición metafórica entre redes y jerarquías en un mecanismo teorético de largo alcance histórico. La estructura topológica de las dos activas sociales explicaría de esta manera todo tipo de sucesos de los últimos 5 siglos: desde la reforma protestante, las sectas masónicas y el movimiento Taiping hasta las estrategias políticas de Henry Kissinger y el ascenso de Donald Trump, pasando por prácticamente todo lo demás. Es bastante difícil exagerar la concupiscencia ideal de un libro en el que aparecen, separados por unas pocas páginas, Pizarro, Lutero, Paul Revere, Rothschild, Virginia Woolf, Kim Philby, Lenin, Lucky Luciano, Hayek o bien John Perry Barlow. Ferguson mezcla y confunde un repertorio complejo de conceptos sociológicos —burocracia, jerarquía, clase, estatus, capital social…— y somete procesos muy, muy diferentes a una interpretación reductiva con un fuerte aire de cherry picking. Se precisa una fe entusiasta en la topología para admitir que las dimensiones formales de la organización social tienen tal poder explicativo. Simplemente es un marco teorético demasiado estrecho para la enorme cantidad de tramas históricas que estudia.
Ciertas críticas filosóficas más vehementes de la economía política de las redes sociales son elaboradas por herederos intelectuales del último Michel Foucault. Es el caso de Éric Sadin, que se dio a conocer en este país con La humanidad aumentada y cuyos estudios tecnológicos toman de la obra de teóricos del neoliberalismo como Christian Laval y Pierre Dardot o bien, sobre todo, Luc Boltanski y Ève Chiapello. La tesis central de La silicolonización del planeta es que se está imponiendo globalmente una forma extrema de liberalismo —el tecnoliberalismo— basada en una “alianza entre la vanguardia de la investigación tecnocientífica, el capitalismo más aventurero y conquistador, y los gobiernos social-liberales que ven en la algoritmización de las sociedades la ocasión histórica de contestar al núcleo de su proyecto”. Sadin exhibe músculo histórico y sociológico para radiografiar la capacidad legitimadora de la tecnología digital, el modo perfecto en que se ha transformado en la tabla de salvación de un régimen social agotado que encara una crisis estructural.
La silicolonización del planeta describe de forma contundente los cambios en las “visiones del mundo” dominantes, el modo perfecto en que las promesas de redención tecnológica que manan de Silicon Valley desempeñan un papel esencial en nuestra aceptación del orden social. No obstante, en sus páginas frecuentemente queda diluida la frontera entre el análisis ideológico y la realidad. Da la impresión de que Sadin se toma la ideología californiana más de verdad que los propios ciberutopistas. Es incontrovertible que los mitos tecnológicos tienen capacidad consensual y están muy presentes en los alegatos políticos públicos. Otra cosa muy diferente es el papel efectivo que desempeñan, por servirnos de un ejemplo, la economía del conocimiento o bien la inteligencia artificial en nuestro sistema económico y político. Como recuerda Jaron Lanier con honradez, “inteligencia artificial” jamás ha sido solamente que una metáfora propagandística. Y el maná de la economía del conocimiento es una suerte de fábula edulcorada que nos contamos para ignorar inconvenientes como el agotamiento de los comburentes fósiles. Los datos no son el nuevo petróleo: el nuevo petróleo es el viejo petróleo mas más costoso y escaso. Al fin y al cabo, quizá la cuestión no sea tanto comprender de qué manera las redes sociales cambian el planeta —o aun si lo hacen realmente—, sino más bien, al revés, meditar de qué forma ha alterado el planeta a fin de que atribuyamos tanta relevancia a las redes sociales.