Los inconformistas de siempre nunca van a parar de pedir novedades. Esto es obvio. No habría 2016 sin que cada simple cosa de la vida haya pasado por el huracán creativo de alguna mente brillante. A la cocina, el sacudón le llegó hace rato con el coletazo de las vanguardias, y se materializó con la firma de Ferrán Adriá, un declarado buscador de lo nuevo que instaló en su cocina -y en el mundo- una idea de la experiencia global, que no sólo provocara al paladar. Pero después de Adriá y sus revoluciones, llegamos a ese punto en que las ofertas de «experiencias» vinculadas a la gastronomía han aburrido nuestras agendas.
En eso pensaba, en lo fácil que parece etiquetar un evento culinario con el título de experiencia (al punto de devaluarlo), cuando llegó a Buenos Aires Le Savoir de Stella Artois. El eslogan que se repetía en todos los titulares de promoción no explicaba mucho de qué se trataba. Porque usaba la palabra clave -«experiencia»- y le sumaba otra muy de moda: «multisensorial» (¿acaso lo cotidiano es monosensorial?) Me pregunté si no sería más de lo mismo, comida de varios pasos, música en vivo, todo muy rico, todo muy lindo, y me avergoncé por pretenciosa. Reconocer que pertenezco a ese grupo de inconformistas que exigen a los demás algo nuevo -y el consecuente mérito para obtener como respuesta un «por qué no innovás vos»-, fue el primer paso para que la intriga superara al escepticismo. Fui.
Todavía me cuesta definir qué fui a ver o hacer. Le Savoir no es ni una feria gastronómica ni una comida. Tampoco es exactamente una degustación y la palabra experiencia supongo que ha quedado claro que está descartada. Así que voy a empezar por contar adónde. La cita era en el Centro de Arte Experimental (valga la redundancia) de la UNSAM, pero en el principio, era sólo una alfombra roja y una espera. Como en el hall de un teatro, esperamos unos minutos a que «dieran sala», mientras las bandejas de la cerveza anfitriona circulaban en un vaivén espumante y tentador. Fue cuando recibí un programa de mano que con frases poéticas y dibujos alusivos indicaban el camino a recorrer cuando lo entendí: una historia, personajes, espacios. Estaba por empezar un espectáculo.
Dos horas deliciosas
El maestro de ceremonias impone su voz para indicarnos que es el momento de bajar al invierno. «¿Dijo invierno o infierno?», le pregunta una chica a su novio. «Invierno, sentí, está frío», le responde él. Entre nubes blancas de humo artificial bien espeso atravesamos varias puertas y, de repente, un Edén. La primavera, pienso. Mi programa de mano me lo confirma y agrega información: estamos entrando en el «edificante jardín comestible». Me río con sorna, admito, porque no supongo la literalidad de aquél nombre y la realidad me cachetea el prejuicio: efectivamente, la tierra del jardín que estamos recorriendo no sólo «edifica» sino que además se puede comer. Sí, la tierra de las macetas que adornan todo el lugar está hecha de los cereales que contiene la cerveza, salada, rica. De las macetas salen plantas que se revelan como zanahorias y rabanitos ya condimentados por la tierra, y de los árboles se puede cortar tomates cherry también preparados para degustar sobre manteles de cuero para mesa. Me detengo un momento a observar. La gente camina arrancando frutos del suelo y dándole mordiscones apasionados. El espectáculo son ahora los espectadores.
Nos llaman a viva voz. Nos dicen que hay que continuar, que nos espera el anfitrión. Nadie quiere abandonar el jardín masticable, yo menos, pero la curiosidad mató al gato. Entramos a un invernadero antiguo y ahí está él, vestido de rojo Stella Artois. Me mira a los ojos y me guía entre dos mesones larguísimos vestidos para un banquete de lujo. Hay una vela en mi mesa. Un cartel indica que esto también se come y yo me siento un poco en el país de las maravillas. ¿Cómo se va a comer la vela? Así: el sebo que cae en el platito es sebo de buey con alcaravea y untado en el pan tiene gusto a manteca con una nota especiada y todo eso servido en manteles de cuero para mesa. La música en vivo anticipa la llegada de los platos fuertes de la noche, que hacen su entrada en escena con una coreografía perfecta a cargo de decenas de mozos/músicos/performers y consisten en: salmón asado con hierbas, limón, hojas de lima kaffir, jengibre, chili, cilantro, tamarindo y lima, y/o panceta enrollada rellena de ciruelas, anís estrellado, salsa de ciruela, salsa de soja, ajo, tomillo, jengibre y pan rallado. Dos manjares, qué decir, el espectáculo ahora es la comida y sus individuales de cuero.
El jardín secreto que transitamos ya provocó con éxito los paladares en Montreal y Nueva York. Nacido como una colaboración de los chefs Sam Bompas y Harry Parr, otros «buscadores de lo nuevo» que han logrado mezclar arquitectura, arte y cocina como pocos en el mundo, y 45 DEGREES, la compañía global de eventos del Cirque du Soleil, Le Savoir se presentó en Buenos Aires como un «homenaje al arte y la gastronomía» durante una semana. Agotó con antelación todas sus funciones (dos por día desde el 9 al 16 de septiembre).
Malabares, clarinete y violín. El anfitrión de rojo cuenta historias, entretiene, agasaja. Llueve sobre el techo de vidrio del invernadero. Toda la escenografía es una proyección sobre pantallas de led pero estamos jugando. Todos jugamos y nos sentimos afortunados, como esos niños que sólo tienen que preocuparse por disfrutar. Entran los mozos-performers con enormes regaderas para alimentar las plantas en el centro de mesa y. abracadabra: al verter el agua brotan de la tierra nubes de hielo seco con perfume de frutillas, que salen a montones y se desparraman sobre nuestros platos. Viene el postre. Viene el final. Aplaudimos satisfechos, sonrientes, todos, sin dudar. A nadie aplaudimos. Le Savoir no es sólo una obra o sólo una performance con actores a los que ovacionar. No aplaudimos al chef pese a la delicia de sus trabajos. No es ni una cata ni una cena. Es un espectáculo, con el objetivo de todo espectáculo: provocar. Y sí, acá también lo han logrado. (Telón).